Una novela escrita a mil manos
El Siglo XVIII en Francia, las Luces y sus egos en Las Pasiones Intelectuales de Élisabeth Badinter
- -Hay épocas que se perciben como mundos y se consumen como sagas, con sus secuelas, precuelas, series y productos derivados. De todas ellas el siglo XVIII europeo, con epicentro en Francia, posiblemente sea la más divertida, chismosa y determinante para la consolidación de nuestra propia mentalidad. Mientras un puñado de reyes se sienta ante el mapa del continente europeo como ante un juego de mesa, las clases altas y no tan altas de esos mismos países le dan vida a un circuito de salones y cafés literarios en el que circulan ideas, amores y rivalidades. Y todo queda registrado en una correspondencia abundante, no siempre privada, que hoy sobrevive como una inmensa novela escrita a mil manos.
Élisabeth Badinter se tomó el trabajo de ir leyendo durante años esa novela diseminada en diversas bibliotecas de Europa. Los tres tomos que conforman Las Pasiones Intelectuales son el relato de esa lectura. La tesis del libro es muy clara. Hasta las primeras décadas del XVIII, filósofos y científicos operan en un mundo a puertas cerradas. El reconocimiento que vale es el que viene de los pares. Rápidamente, sin embargo, las reglas empiezan a cambiar. La ciencia no para de arrojar novedades, las damas de buena sociedad se interesan por saber qué está ocurriendo, la prensa empieza a desarrollarse, los individuos más brillantes y ambiciosos de modesto origen económico encuentran en la pluma y el saber un mecanismo de ascenso social. Nace lo que hoy llamamos opinión pública.
El cambio no es gratuito. La posibilidad de seducir y de operar sobre esa incipiente e ilustrada opinión pública desata las pasiones de los filósofos, las mismas pasiones que siempre estuvieron ahí pero que ahora encuentran en la nueva escena un campo de posibilidades mucho más vasto.
A continuación una selección de los tantos personajes y momentos que atraviesan la historia.
Ellos
El recorrido comienza en 1735, año en que el primer gran protagonista de la obra presenta en la Academia de Ciencias el proyecto que lo haría famoso. Una de las principales disputas del mundo científico del momento consiste en saber si la Tierra es achatada en los polos o en el Ecuador. La teoría de Newton establece lo primero, la de Descartes lo segundo. Ya partió un barco con una misión científica al Ecuador para realizar las mediciones pertinentes. Pero Pierre-Louis Moreau de Maupertuis, brillante matemático y convencido newtoniano, consigue que se apruebe la realización de otra expedición hacia el Polo Norte, más precisamente a Laponia, en Finlandia.
Como sabemos, la expedición al norte fue la exitosa. Y Maupertuis recibió el apodo de “el achatador de la Tierra”. Pero la disputa no se resuelve rápidamente y durante años se abre una guerra por la aceptación del resultado. Esa disputa es el quiebre de la paz en el mundo de los sabios. Apasionado, paranoico y megalómano (se hizo retratar achatando un globo terráqueo, como puede verse en la imagen) Maupertuis no va a ahorrar esfuerzos y recursos para imponer su versión y defenestrar a quienes sostienen la contraria.
De ahí en adelante Badinter va a seguir metódicamente los diversos conflictos y rivalidades en el mundo del saber, teniendo como principales ejes la Academia de Ciencias y la Academia Francesa, dedicada a las letras. En el segundo tomo el centro de gravedad se desplaza hacia la Enciclopedia y las visicitudes que implicó su publicación a los largo de los años. Los personajes van apareciendo e insertándose en la trama de acuerdo a su posición en cada disputa. Algunos de los más destacados son d’Alambert, Diderot, Rousseau, el Barón d´ Holbach, Julien de La Mettrie, Condorcet y, por supuesto, Voltaire. Además de varios otros autores hoy olvidados pero que vale la pena conocer, como Buffon y Bonnet, dos de los más grandes naturalistas de la época, o Réaumur, el primer científico en realizar una observación sistemática sobre el mundo de los insectos.
Con los personajes se insertan las anécdotas y los detalles sabrosos, como Maupertuis y Montesquieu haciéndose traer condones de contrabando desde Inglaterra, o el enfrentamiento de egos desmedidos entre Voltaire y Maupertuis, o los ataques de paranoia de Rousseau, o los miembros de la expedición al Ecuador despilfarrando los fondos de la misma en amantes tiránicas y prostitutas del Virreinato del Perú.
Ellas
La República de las Letras del siglo XVIII no es exclusivamente masculina. En el pequeño pero influyente mundo en el que se mueven los filósofos hay mujeres con mucho poder: La Duquesa de Aguillon, la Marquesa de Lambert, Julie de Lespinasse o Madame de Tencin, todas ellas personajes de novela cuyas vidas se ramifican por los vericuetos de la época. Madame de Tencin, por ejemplo, abandonó en las escaleras de una iglesia al bebé que tuvo con su amante; y ese niño, criado por una mujer del pueblo y traumado de por vida por su origen bastardo, fue d’Alambert. Todas ellas lo suficientemente ilustradas como para seguir y juzgar con criterio propio las disputas científicas, matemáticas y filosóficas, con llegada a figuras de poder de varios países, capaces de hacer y deshacer reputaciones, de colocar o retirar gente en los más diversos puestos.
Badinter dedica además un capítulo al análisis de mujeres filósofas y escritoras, en muchos casos relegadas u olvidadas por la historia posterior a pesar de haberse destacado en sus áreas. Tal es el caso de Louise D’Epinay, cuya obra fue editada durante los siglos XIX y XX en versiones manipuladas y truncadas que dieron de ella una imagen frívola, cuando en realidad fue una de las primeras autoras en defender la igualdad de naturaleza de hombres y mujeres y en atribuir la diferencia entre los géneros a los distintos tipos educación, en abierta discusión con las teorías de Diderot y Rousseau.
Pero la figura femenina más característica del período es Madame du Châtelet, a quien Badinter dedicó un estudio aparte. Fue pareja de Voltaire, ella le enseñó a él la matemática suficiente como para entender la teoría de Newton, que a su vez ella había aprendido, entre otros, de Maupertuis, que también fue su amante. Llegó a presentar un trabajo sobre la naturaleza del fuego en la Academia de Ciencias y escribió ente otras cosas un Tratado de la Felicidad. Su ambición y su extraordinaria capacidad no dejó de acarrearle envidias y rencores. Madame du Deffand la describió con palabras que sirven, de paso, para caracterizar el tono de la época: “Imaginad a una mujer alta y seca, sin culo, sin caderas, el pecho estrecho, brazos gordos, piernas gordas, (…) esa es la figura de la hermosa Emilie (…) Nacida sin talento, sin memoria, sin gusto, sin imaginación, se ha hecho geómetra para parecer por encima de las demás mujeres.”(1)
Los Grandes
El tercer tomo « Voluntad de poder», se concentra en la relación con los Grandes. Aquí se ve una de las principales diferencias con la idea que se tiene de los intelectuales después de 1789: a los protagonistas de la Ilustración la política, e incluso la guerra, no parecen importarles demasiado. Esto no quiere decir que fueran indiferentes a los problemas de la organización social. Pero el mundo en el que viven es políticamente estático, sin elecciones ni partidos.
“La opinión gobierna el mundo, y a ustedes les toca gobernar la opinión”, le escribe Voltaire a d´Alambert en una carta que Badinter cita como epígrafe. Ese gobierno sobre la opinión les permite tener una relación directa con la cima del poder de la época. ¿Qué pueden importarle las idas y vueltas de funcionarios y generales a quien tiene trato personal con un puñado de reyes?
Paradójicamente Luis XV, el rey de Francia durante la mayor parte de este período, a quien se le atribuye la apropiada frase: “Después de mí, el diluvio”, era hostil a los nuevos filósofos. Lo cual contribuyó a que éstos se hicieran más permeables a las invitaciones y promesas extranjeras. Federico II de Prusia y Catalina II de Rusia son los monarcas que mayor trato tuvieron, para bien y para mal, con los filósofos franceses.
Ambos ilustrados, fascinados con la cultura francesa, interesados en la modernización de sus respectivos países pero también maquiavélicos, cínicos y, al fin de cuentas, despóticos, mantuvieron a lo largo de varias décadas relaciones epistolares y en persona con los principales filósofos. La relación entre Voltaire y Federico es la más célebre y paradigmática. La relación entre Catalina y Diderot es la que sirve como cierre simbólico de un vínculo imposible.
“El único verdadero soberano es la nación, no puede haber un verdadero legislador que no sea el pueblo”(2), escribió Diderot en un texto que no le mostró a Catalina pero que ésta conoció después de la muerte del filósofo. La incompatibilidad entre ambos es tan evidente como irresoluble. Los monarcas quieren tener cerca a los filósofos por el peso que tienen en la opinión pública, pero no quieren ceder un milímetro de su poder. Los filósofos quieren influir pero se ven frustrados. Los reyes los usan más como distracción que como verdaderos asesores. Y a la larga lo que legitima a los filósofos deslegitimará a los reyes.
La emperatriz rusa le escribió a Diderot unas palabras que resumen el conflicto entre intelectuales y políticos de cualquier época: “Usted solo trabaja sobre papel, que lo sufre todo; es muy liso y flexible y no opone obstáculos ni a su imaginación ni a su pluma; mientras que yo, pobre emperatriz, trabajo en la piel humana, que muy por el contrario es irritable y quisquillosa.”(3)
Familiaridad y extrañeza se combinan cuando nos asomamos a estas historias. El siglo XVIII es constitutivo de la modernidad en la que vivimos y al mismo tiempo es ajeno a ella. Si bien nuestros egos y sus estrategias son continuidades de aquél tiempo, nuestra sociedad se parece muy poco a la que habitaron los filósofos con peluca. Su mundo, por ejemplo, era pre-industrial. Voltaire murió a los ochenta y tres años en el mismo universo técnico que lo había visto nacer. A su vez, tanto él como el resto de sus compañeros y rivales murieron pocos años antes de la Revolución Francesa. Ninguno conoció el alcance y las desmesuradas consecuencias del movimiento que protagonizó. Esto hace que su mundo sea tan particular e irrepetible. Ni antes ni después es posible encontrar esa combinación de elementos. De ahí la fascinación que la época ejerce, más allá de lo que se quiera pensar sobre la Ilustración.
El libro de Badinter permite acercarse al costado humano de esa interminable saga, sin meterse con sus ideas y sus alcances. Por su exhaustividad es una obra de referencia en el tema y por el mismo motivo no es apta para un público masivo. Aunque se podría extraer una novela muy vendible si se hiciera una selección de lo más entretenido de cada tomo.
Por último, no hay que creer que el tema de las pasiones les pasara desapercibido a los autores de la época. En su Tratado de metafísica Voltaire se adelanta a Badinter al afirmar: “el amor propio y todas sus ramas son tan necesarias al hombre como la sangre que corre por sus venas”(4). Y además explica, con la lógica mecánica y todavía no del todo secularizada de su tiempo: “Es con este resorte que Dios, llamado por Platón el eterno geómetra, y que yo llamo aquí el eterno maquinista, animó y embelleció a la naturaleza: las pasiones son las ruedas que hacen andar a todas las máquinas.”(5)
No se puede negar que, más de doscientos años después, ciegas de amor propio y rabiosas, las máquinas siguen andando.
Notas:
El artículo está hecho a partir de la edición en tres tomos de Fondo de Cultura Económica de Las pasiones intelectuales, Tomo I Deseos de Gloria (1735-1751), Tomo II Exigencia de dignidad (1751-1762), Tomo III Voluntad de poder (1762-1778), años de edición: 2007, 2009 y 2016 respectivamente.
Otros materiales:
Aquí una extensa entrevista a la autora, en francés:
https://www.lexpress.fr/culture/livre/elisabeth-badinter_801564.html
Citas:
(1)La cita está tomada de Voltaire, Editorial Gredos, 2010, P. 295, nota 2.
(2)Las pasiones intelectuales, Tomo III Voluntad de Poder Pag. 300
(3)Las pasiones intelectuales, Tomo III, Voluntad de Poder Pag. 301
(4)L’amour-propre et toutes ses branches sont aussi nécessaires à l’homme que le sang qui coule dans ses veines.
(5) C’est avec ce ressort que Dieu, appelé par Platon l’éternel géomètre, et que j’appelle ici l’éternel machiniste, a animé et embelli la nature : les passions sont les roues qui font aller toutes les machines.
La dos citas de Voltaire están tomadas de Traité de Métaphyisique, p.62 y 63, versión electrónica de la Edición de Garnier de 1879. La traducción es propia.
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